En Madrid, a once de marzo de dos mil diecisiete, escribo y recuerdo lo que pasó en nuestras vidas trece años antes. No es difícil hacerlo. Es inevitable. Cada uno guardará en su memoria y en su corazón los hechos de forma diferente, pero nadie ha olvidado qué hacía ese día, dónde estaba y lo más terrible: dónde se encontraban sus seres queridos y qué recorrido hacían.
Sólo hay una palabra que pueda describir ese día: tristeza. Infinita y profunda tristeza. Las calles de Madrid se cubrieron de un silencio que nunca había visto. Y eso que en lo del terrorismo no éramos nuevos. Muchos habíamos sido ya tocados por el terror de ETA a través de amigos muertos, familiares o conocidos. Ya sabíamos lo que era llamar a unos y a otros para saber si habían llegado al trabajo o al colegio. Madrid ha sido una ciudad maltratada por el horror. España ha sido una nación machacada por el terrorismo.
Pero parecía que corrían tiempos mejores. Empezábamos a ver la luz al final del túnel. El sobresalto continuo en el que vivimos durante los años ochenta y noventa, quedaba atrás. Madrid no esperaba un amanecer semejante.
Llegué al trabajo muy pronto, como siempre. Cuando escribí el primer documento del día con el encabezamiento: en Madrid, a once de marzo de dos mil cuatro, no tenía ni idea de que esa fecha iba a quedar grabada en nuestra mente y en nuestra historia para siempre. No recuerdo cómo me enteré de la primera bomba. Pero de pronto, todo cambió. Dejé de trabajar para entrar en internet y ver aterrada cómo se sucedía la tragedia. Atocha, El Pozo, Santa Eugenia, otra vez Atocha. No lo podía creer. Miré alrededor. ¿Quién faltaba? ¿Quién hacía ese recorrido? Una compañera venía de Alcalá de Henares en tren, no había llegado. En determinado momento, dejé de ser yo, ya éramos nosotros. Todos buscando a unos y a otros. En pocos minutos éramos muchos más. Llamadas desde toda España al despacho para ver si estábamos bien. Desde toda España. Mi hermana llamaba aterrada desde Suiza. Lo importante: estamos todos localizados y bien. No estábamos solos, desde luego. No lo estuvimos en ningún momento de la mañana. El pueblo de Madrid quedó solo en su dolor inmenso cuando los políticos iniciaron su guerra; pero eso sería horas después. Horas para la vergüenza, el asco y otro tipo de tristeza. Y hoy no voy a recordarlo.
No sé cómo pasó el tiempo aquella mañana. Algunos compañeros fueron a donar sangre a la Puerta del Sol. La compañera que faltaba llegó al despacho. No lo olvidaré nunca. La recibimos todos con alegría, pero ella entró corriendo, llorando y no habló en toda la mañana. La cifra de muertos crecía según pasaban los minutos. Siniestro conteo que nos ahogaba. Sabíamos que todo el mundo ayudaba. Los servicios de urgencia estaban funcionando a pleno rendimiento, pero no daban abasto. Taxistas llevaban a heridos a los hospitales, muchos de ellos habían sido sacados de los trenes por personas que entraban en los lugares de los atentados a ayudar. Se montaban hospitales de campaña. Dejé de ver las noticias. Era todo dantesco. Las imágenes eran insoportables. Y estaban sucediendo a quince minutos de mi lugar de trabajo. Llorábamos. Pero todo el mundo que podía hacer algo lo hacía. El teléfono seguía sonando, llamaban de todas partes: «¿estáis todos bien?»
Hacia el mediodía ya todos teníamos conciencia de lo ocurrido. Y creo que a esa hora llegó lo peor. El silencio. La angustia terrible y el miedo casi se habían ido y sólo quedaba silencio. El silencio que deja la muerte. No había palabras de consuelo, ni condenas posibles. Todo sonaba hueco. Desolación. Duelo. Nunca he visto Madrid así y espero no volver a verlo. El luto se adueñó de nosotros. No era un luto oficial e impostado. Todos anulábamos citas, cenas, comidas para todo el fin de semana sin tener que dar explicaciones. Una madre del colegio me llamó para anular una fiesta de cumpleaños a la cual mi hija estaba invitada. Madrid no estaba para celebrar nada.
No conocí a nadie afectado por ese atentado. Pero me resultó tan doloroso y cercano como cuando, años atrás, me enteré por la televisión de un bar cualquiera, que un amigo de mi hermano había muerto en el atentado de la Plaza de la Cruz Verde a manos de ETA. Sentí en mi cara la bofetada del terror, del sinsentido, de no entender cómo en una décima de segundo se puede acabar con una vida y destrozar todas las que quedan alrededor. Para siempre. Sin vuelta atrás. Siempre es mucho. Es todo. Es nunca más.
Tan sólo decir, que el jaleo posterior, el asco, la manipulación, el pásalo, todo lo que vino después, no restó un ápice del comportamiento maravilloso de los madrileños y de todos los españoles. Los que lo vivimos lo sabemos.
Sólo me queda honrar la memoria de los muertos, desear salud a los heridos y transmitir mi cariño y afecto más profundo a los que perdieron a sus seres queridos ese día. Que nada empañe su memoria.
En Madrid, a once de marzo de dos mil diecisiete
El dolor y la memoria deben dejar también espacio para la energía para seguir buscando la verdad.
Saludos,
Aguador.
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Estoy completamente de acuerdo. Hay momentos para el recuerdo y la quietud, pero toda una vida para encontrar la verdad. Y eso debemos hacer. Un saludo, Carmen.
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