«Y sí: por supuesto que rompería —tan campancho y con toda satisfacción— con quien de repente un día, por amigo que fuera hasta ese momento, no respetara los principios básicos de nuestra convivencia, chantajeara nuestra relación exigiéndome que acepte que se puede y se debe delinquir impunemente, o justificara las agresiones, amenazas y señalamientos totalitarios hacia quienes piensan diferente.»
Os leo estos días a algunos de vosotros, catalanes o que tenéis vínculos con Cataluña, sobre la desazón y tristeza que os causan desencuentros o incluso rupturas en vuestro entorno familiar, o en el círculo de vuestras viejas y aparentemente sólidas amistades, a cuenta de esta movida del proceso independentista.
La amistad y el afecto no dependen de la ideología, todos tenemos ejemplos que lo confirman: seguro que contamos con familiares y amigos con ideas políticas diferentes a las nuestras, incluso frontalmente opuestas. Y por otro lado, y al mismo tiempo, el que coincidamos ideológicamente con alguien tampoco hace que el cariño sea mayor, ni tan siquiera sincero.
Nunca rompería mi relación amistosa con alguien por el solo hecho de que sea más de izquierdas o de derechas que yo. Ni tan siquiera (fijaos hasta qué punto llego) con un sujeto que se proclamase «de centro», y eso que mantener una amistad en este último caso es de un mérito más que apreciable.
Pero es creo que aquí no estamos ante un asunto de diferencias ideológicas, si me lo permitís. Aquí se dilucidan cuestiones no de izquierdas o de derechas, no de liberalismos o socialdemocracias, sino una cuestión de puritita convivencia civilizada y adulta.
Y sí: por supuesto que rompería —tan campancho y con toda satisfacción— con quien de repente un día, por amigo que fuera hasta ese momento, no respetara los principios básicos de nuestra convivencia, chantajeara nuestra relación exigiéndome que acepte que se puede y se debe delinquir impunemente, o justificara las agresiones, amenazas y señalamientos totalitarios hacia quienes piensan diferente.
Sin rencor, pero también sin ningún dolor, y con esa profunda alegría que da siempre pronunciar, a modo y con todo el sentido, la nunca bien ponderada frase de «tanta paz lleves como descanso dejas» y su corolario imprescindible: «aire, que chispea«.