No sé si es la edad la que me hace más impaciente con los pequeños gilipollicas, más incluso que ante los grandes imbéciles, los que de verdad tienen entidad, vamos.
Aquéllos que ‘juran’ o ‘prometen’ por “imperativo legal” al tomar posesión de un cargo público. A ver, tontos del pijo. Por supuesto que es por imperativo legal: todos y cada uno de los que prometen, estén o no contentos con la promesa, tanto los que alcanzan el orgasmo en ese acto (que alguno habrá), como aquéllos a los que les salen ronchas entre los dedos de los pies por prometer eso (a no ser que las ronchas vengan por no lavarse, que a lo mejor también), lo hacen por imperativo legal.
Porque una ley lo dispone, y porque cualquier norma, para ser tenida como tal, ha de contener un mandato imperativo, porque, si no, sería el prospecto del Dalsi, la lista de la compra del Consum o una bicicleta de montaña. Pero no una norma. Y todos cumplen con la ley al manifestar su promesa, todos con idénticos ¿efectos jurídicos?, incluso los que se permiten esa cursilada de lanzar al viento imperio la perogrullada/risión de “por imperativo legal”. Porque esas juras o promesas de la Constitución son paripés protocolarios sin efecto jurídico alguno, ni constitutivo ni declarativo ni condicionante, y sin consecuencias previstas ante su incumplimiento, que demasiados ejemplos de incumplimientos tenemos ya entre quienes en un momento u otro juraron, y no pasa ná.
Y ahora llega el vestealamierda este, encantado de escucharse. Otro más.