Instante de la profundidad. El río de palabras que arrastra la
consuetudinaria conversación. Aguas profundas, oscuras, flujo de todos los olores, pasiones, miedos, enmarañamientos históricos. Así, los españoles cuando nos ponemos estupendos, como suele decirse, en realidad nos ponemos barrocos. Cumplimos esa misión en el mundo.
Sucede en ocasiones. Entablamos conversación, el tiempo, la última película, libro o divorcio. Un ejercicio civilizado. Los minutos en que el clasicismo se deleita. Un intercambio de palabras muy antiguo, entiendo. Mas, de pronto, florece el tipo de sentencia ambiental: si continúan las cosas así, ¡la que nos espera! Traducido al barroco que no abandonamos: nosotros, nacidos reyes, y este infamante reino.
Instante de la profundidad. El río de palabras que arrastra la consuetudinaria conversación. Aguas profundas, oscuras, flujo de todos los olores, pasiones, miedos, enmarañamientos históricos. Así, los españoles cuando nos ponemos estupendos, como suele decirse, en realidad nos ponemos barrocos. Cumplimos esa misión en el mundo. Los italianos, de tan joven nación, se gustan todavía en una retórica de antiquísimas resonancias. Los alemanes ya pueden mirarse en el espejo sin ver sus rostros desfigurados por los traumas desatados en Europa desde los años treinta. Qué decir de Francia, perdón, París, extraviada entre repúblicas, buscando sin éxito al rey.
Volvamos a nuestro río, del que ahora emergen ecos cuales cadáveres eternos. Quizás sean fantasmas del plexus, aquellos afectos individuales que absorben, vampirizan la Historia para hacerla patrimonio, bagaje hereditario. Eso que Jünger había observado como vida constructiva, en el amor, en las ciencias, en el arte; también en el horror. Tenemos un ejemplo maravilloso con el episodio de Rita Maestre asaltando en 2011 una capilla al grito de “¡Arderéis como en el 36!”.
Leyendo, escuchando por ahí, plazas y barras, se percibe un tufillo a renovadas ganas de pelea. Conste que no solo cuenta la predisposición a las tortas, la pose gallarda que tanto nos agrada. Para que las tortas se materialicen es preciso desearlo, que sea un deseo inconmensurable, ardoroso. Y, atendiendo al sentido común guerrero, también es necesario un casus belli. Queda, por tanto, mucho belicismo por airear. No me da la impresión de que nadie esté realmente interesado, más allá del citado mal humor de reyes que nos precede.
Cabe de igual modo preguntarse qué es la guerra civil, sus modulaciones y ámbitos, cuándo puede considerarse que existe, que se ejercita. Nací y vivo en Barcelona, ciudad sometida a extraordinarias fuerzas emocionales y ordinarios forcejeos de piel política. En este sentido, desde 2012 hay un escenario en que se ha edificado y se desarrolla la antipatía propia de todo conflicto. Arañemos la materia social hasta las intimidades: la guerra habita el ámbito privado, cuántas veces guerreamos con nosotros mismos; la vida contiene tales energías. Sin embargo, y esto no sería tan poético, hay en Cataluña familias en guerra declarada, y no es por la herencia de la abuela o en relación al fútbol.
Ocurre, por fortuna, que a veces la Historia ama corregirse (Schiavone). A la adorable tradición hispana de una guerrita cada cincuenta años, me refiero. Veamos. Ni en la excursión a Montejurra y las aventuras sangrientas del GRAPO; o después del 23F; no en los días en que el terrorismo etarra masacraba; tampoco durante las más efervescentes jornadas del procés; ni en el orgiástico 15M o cuando un elefante derrocó a Juan Carlos I; menos aún con el fichaje de Figo por el Real Madrid (según forofa sentencia de Vázquez Montalbán, el equipo de la capital, el F. C. Barcelona y el Athletic de Bilbao tendrían una representatividad épica); o siquiera porque la baronesa Thyssen se encadenara a un árbol de Paseo del Prado. En fin, la guerra civil no llega, ni llegará el lunes próximo. Aquí vamos actualizando su imaginario a base de nuevas motivaciones (quizás acumulativas) con vieja terminología. Al hilo de un pensamiento de Chesterton, llevaríamos una lección civilizatoria aprendida desde nuestro último conflicto, hace ya ochenta y tres años: no somos más belicosos, pero estamos dispuestos a serlo. Añado: sobre todo a parecerlo.
Blog de Carlos García-Mateo http://barcelonerias.com