La anomalía española es que ni siquiera se plantee seriamente la formación de un ejecutivo que supere los falsos conceptos de izquierda y derecha para garantizar la supervivencia nacional.
Cansada como estoy de escuchar hablar sobre la extraordinaria pluralidad del Estado español, de la increíble diversidad de nuestros pueblos, de la nación de nacioncillas que somos, de la multitud de lenguas que existen a lo largo y ancho de la piel de toro —perdón por lo de toro—, como si fuésemos un caso único en el mundo y todas estas cosas no se dieran, por ejemplo, en Francia, Alemania o Italia sin ir más lejos, acabo dando la razón a los que hablan de España como un país anómalo.
Sí, padecemos una anomalía grave, peligrosa, y, sobre todo, enormemente estúpida. Una anomalía que si no se remedia puede acabar siendo letal para España: la imposibilidad manifiesta de formar un «Gobierno de concentración nacional» ni siquiera en circunstancias excepcionales como las que estamos viviendo.
El Estado está en jaque desde hace como mínimo un lustro, y los partidos hispanófobos responsables de este ataque, cuya única razón de ser es acabar con la existencia de la nación española, asolan el Parlamento gracias a una ley electoral que les sobredimensiona. Mientras tanto, los partidos de ámbito nacional —que no nacionales necesariamente— ni se plantean hacer frente común a los nacionalismos fragmentarios, que es lo mismo que decir que han renunciado a defenderse y a defendernos.
«Los partidos de ámbito nacional ni se plantean hacer frente común a los nacionalismos fragmentarios, que es lo mismo que decir que han renunciado a defenderse y a defendernos.»
Ésta es la gran anomalía española. Desde que se aceptó por parte de la mal llamada izquierda —y mal llamada también española— que el concepto de nación es un concepto “discutido y discutible”, el bloque constitucional se resquebrajó. Si España no existe como nación política, no queda sustento alguno donde se pueda defender a la ciudadanía en condiciones jurídicas seguras de igualdad, con lo cual se pueden traspasar todas las líneas rojas necesarias para llegar al poder porque, sencillamente, ya no existen.
La nación —la española, por supuesto— ha pasado a ser algo secundario, en el mejor de los casos, relativo; un concepto para uso meramente electoral que en ciertas ocasiones conviene avivar y en otras silenciar, pero al fin y al cabo, un concepto más con el que mercadear. Eso sí, no intente usted poner en solfa el concepto de nación respecto a Cataluña o el País Vasco, porque le llamarán fascista.
«Eso sí, no intente usted poner en solfa el concepto de nación respecto a Cataluña o el País Vasco, porque le llamarán fascista.»
Mariano Rajoy se comportó de manera pusilánime en la defensa del Estado en una legislatura crucial de nuestra historia reciente —fue, entre otras cosas, un irresponsable no aplicando un artículo 155 contundente—, pero fue Zapatero quien colocó al partido socialista fuera de la defensa real de la Constitución del 78 y la unidad de España, iniciando su deriva hacia un ciénaga donde Pedro Sánchez chapotea la mar de cómodo junto a chavistas y nacionalistas.
Con el principal partido de la ¿izquierda? fuera del bloque constitucional, la estabilidad política es pura quimera. Pretender que Ciudadanos y el Partido Popular logren meter a Sánchez en vereda, hacerle entrar en razón, y hacerlo transitar por el camino del bien es como pedirle a un león que se haga vegano. Tampoco parece que dentro del PSOE haya fuerza suficiente como para pararle los pies de nuevo al suicida. Ya lo dijo el gran Rafael Guerra: “lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible”.
«Pretender que Ciudadanos y el Partido Popular logren meter a Sánchez en vereda y hacerlo transitar por el camino del bien es como pedirle a un león que se haga vegano.»
La anomalía española es que ni siquiera e plantee seriamente la formación de un ejecutivo que supere los falsos conceptos de izquierda y derecha para garantizar la supervivencia nacional. La anomalía tiene un nombre principal, Pedro Sánchez, que prefiere arrastrarse ante ERC —que por boca del histriónico Rufián lo humilla y maltrata a domicilio—, ante BILDU, y que se acuesta con Podemos cuando lo necesita, antes de llamar por teléfono a Pablo Casado.
Anómalo es que este PSOE haya protagonizado el caso de corrupción más escandaloso conocido, con dos de sus expresidentes de partido y de la Junta condenados, y los medios de comunicación lo hayan tratado como si fuera un Robin Hood a la andaluza.
Increíble es también que se esté pactando un nuevo estatuto vasco, que distingue entre ciudadanos de primera y de segunda en una región donde en breve no quedará rastro del Estado español sin que esto constituya noticia o titular de portada.
Rodeados de tanto surrealismo nos hemos adaptado al medio por comodidad, por miedo, por ignorancia o por falta de sentido de común. Resulta paradójico que en tiempos en los que se manosea la palabra democracia hasta la náusea, la democracia esté más amenazada que nunca. Y no, el peligro real no es el monstruo de la ultraderecha. El caos tiene nombre, insisto, y se llama PSOE y lo dirige un tal Sánchez.